Patagonia

Durante mucho tiempo, primero en el imaginario sudamericano y luego en el de algunos europeos y norteamericanos, en parte debido a los libros de ciertos viajeros meticulosos, sobre todo ingleses, sobre todo Chatwin, la Patagonia fue algo semejante a lo que ha sido y sigue siendo el vasto y movedizo territorio de la frontera mexicano-noteamericano. En vez de desierto, pampa; en lugar de pueblos dormidos al sol, caseríos batidos por el viento y por las lluvias australes; en vez de una masa de gente extraña que entona canciones extrañas, unos pocos habitantes y un silencio casi ininterrumpido. En cualquier caso las provincias que conforman el territorio de la Patagonia constituían el último lugar, el lugar sagrado del individuo, el sitio adonde se va únicamente a morir o a dejar que el tiempo pase, que viene a ser casi lo mismo. Uno va a la Patagonia pero también uno huye a la Patagonia. La literatura sobre este tipo de huidas no sólo es anglosajona. El protagonista de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, al final de la novela, cuando todos los sueños han caído y parece abocado a la destrucción, decide subirse a un camión y emprender el viaje al sur. De hecho, el viaje a la Patagonia ya hace tiempo que trascendió los márgenes de la literatura. Hay cuadros en donde los pintores, con más buena voluntad que oficio, ofrecen sus visiones del llano, de los glaciares, de esa tierra desocupada en la que reinan unas temperaturas dignas de cualquier filósofo escolástico en el extremo sur.
Roberto Bolaño

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